Homilía del Santo Padre en la misa en ocasión de la
clausura de la Asamblea Extrarordinaria del Sínodo del Obispo con el rito de la
beatificación del papa Pablo VI.
El papa Francisco ha presidido
este domingo, en la plaza de San Pedro, a las 10.30, la misa en ocasión de la
clausura del Sínodo de los Obispo, sobre el tema "Los desafíos pastorales
sobre la familia en el contexto de la evangelización con el rito de la
beatificación del Siervo de Dios el Papa Pablo VI.
Publicamos a continuación la
homilía del Santo Padre:
Acabamos de escuchar una de las
frases más famosas de todo el Evangelio: «Dar al César lo que es del César y
a Dios lo que es de Dios».
Jesús responde con esta frase
irónica y genial a la provocación de los fariseos que, por decirlo de alguna
manera, querían hacerle el examen de religión y ponerlo a prueba. Es una
respuesta inmediata que el Señor da a todos aquellos que tienen problemas de
conciencia, sobre todo cuando están en juego su conveniencia, sus riquezas, su
prestigio, su poder y su fama. Y esto ha sucedido siempre.
Evidentemente, Jesús pone el
acento en la segunda parte de la frase: «Y [dar] a Dios lo que es de Dios». Lo
cual quiere decir reconocer y creer firmemente –frente a cualquier tipo de
poder- que sólo Dios es el Señor del hombre, y no hay ningún otro. Ésta es
la novedad perenne que hemos de redescubrir cada día, superando el temor que a
menudo nos atenaza ante las sorpresas de Dios.
¡Él no tiene miedo de las
novedades! Por eso, continuamente nos sorprende, mostrándonos y llevándonos
por caminos imprevistos. Nos renueva, es decir, nos hace siempre “nuevos”. Un
cristiano que vive el Evangelio es “la novedad de Dios” en la Iglesia y en el
mundo. Y a Dios le gusta mucho esta “novedad”.
«Dar a Dios lo que es de Dios»
significa estar dispuesto a hacer su voluntad y dedicarle nuestra vida y
colaborar con su Reino de misericordia, de amor y de paz.
En eso reside nuestra verdadera
fuerza, la levadura que fermenta y la sal que da sabor a todo esfuerzo humano
contra el pesimismo generalizado que nos ofrece el mundo. En eso reside nuestra
esperanza, porque la esperanza en Dios no es una huida de la realidad, no es un
alibi: es ponerse manos a la obra para devolver a Dios lo que le pertenece. Por
eso, el cristiano mira a la realidad futura, a la realidad de Dios, para vivir
plenamente la vida –con los pies bien puestos en la tierra– y responder, con
valentía, a los incesantes retos nuevos.
Lo hemos visto en estos días
durante el Sínodo extraordinario de los Obispos –“sínodo” quiere decir
“caminar juntos”–. Y, de hecho, pastores y laicos de todas las partes del mundo
han traído aquí a Roma la voz de sus Iglesias particulares para ayudar a las
familias de hoy a seguir el camino del Evangelio, con la mirada fija en Jesús.
Ha sido una gran experiencia, en la que hemos vivido la sinodalidad y la
colegialidad, y hemos sentido la fuerza del Espíritu Santo que guía y renueva
sin cesar a la Iglesia, llamada, con premura, a hacerse cargo de las heridas
abiertas y a devolver la esperanza a tantas personas que la han perdido.
Por el don de este Sínodo y por
el espíritu constructivo con que todos han colaborado, con el Apóstol Pablo,
«damos gracias a Dios por todos ustedes y los tenemos presentes en nuestras
oraciones» Y que el Espíritu Santo que, en estos días intensos, nos ha
concedido trabajar generosamente con verdadera libertad y humilde creatividad,
acompañe ahora, en las Iglesias de toda la tierra, el camino de preparación
del Sínodo Ordinario de los Obispos del próximo mes de octubre de 2015. Hemos
sembrado y seguiremos sembrando con paciencia y perseverancia, con la certeza
de que es el Señor quien da el crecimiento.
En este día de la beatificación
del Papa Pablo VI, me vienen a la mente las palabras con que instituyó el
Sínodo de los Obispos: «Después de haber observado atentamente los signos de
los tiempos, nos esforzamos por adaptar los métodos de apostolado a las
múltiples necesidades de nuestro tiempo y a las nuevas condiciones de la
sociedad» (Carta ap. Motu proprio Apostolica sollicitudo).
Contemplando a este gran Papa, a
este cristiano comprometido, a este apóstol incansable, ante Dios hoy no
podemos más que decir una palabra tan sencilla como sincera e importante:
Gracias. Gracias a nuestro querido y amado Papa Pablo VI. Gracias por tu
humilde y profético testimonio de amor a Cristo y a su Iglesia.
El que fuera gran timonel del
Concilio, al día siguiente de su clausura, anotaba en su diario personal:
«Quizás el Señor me ha llamado y me ha puesto en este servicio no tanto
porque yo tenga algunas aptitudes, o para que gobierne y salve la Iglesia de
sus dificultades actuales, sino para que sufra algo por la Iglesia, y quede
claro que Él, y no otros, es quien la guía y la salva». En esta humildad resplandece
la grandeza del Beato Pablo VI que, en el momento en que estaba surgiendo una
sociedad secularizada y hostil, supo conducir con sabiduría y con visión de
futuro –y quizás en solitario– el timón de la barca de Pedro sin perder nunca
la alegría y la fe en el Señor.
Pablo VI supo de verdad dar a
Dios lo que es de Dios dedicando toda su vida a la «sagrada, solemne y grave
tarea de continuar en el tiempo y extender en la tierra la misión de Cristo»,
amando a la Iglesia y guiando a la Iglesia para que sea «al mismo tiempo madre
amorosa de todos los hombres y dispensadora de salvación».
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