Catedral de Nuestra Señora de la Asunción,
Santiago de Cuba
Martes 22 de septiembre de 2015
Estamos en familia. Y cuando uno está en
familia se siente en casa. Gracias a ustedes, familias cubanas, gracias cubanos
por hacerme sentir todos estos días en familia, por hacerme sentir en casa.
Gracias por todo esto. Este encuentro con ustedes viene a ser como «la frutilla
de la torta». Terminar mi visita viviendo este encuentro en familia es un
motivo para dar gracias a Dios por el «calor» que brota de gente que sabe
recibir, que sabe acoger, que sabe hacer sentir en casa. Gracias a todos los
cubanos.
Agradezco a Mons. Dionisio García, Arzobispo
de Santiago, el saludo que me ha dirigido en nombre de todos y al matrimonio
que ha tenido la valentía de compartir con todos nosotros sus anhelos, sus
esfuerzos, por vivir el hogar como una «iglesia doméstica».
El Evangelio de Juan nos presenta como primer
acontecimiento público de Jesús las Bodas de Caná, en la fiesta de una familia.
Ahí está con María su madre y algunos de sus discípulos. Compartían la fiesta
familiar.
Las bodas son momentos especiales en la vida
de muchos. Para los «más veteranos», padres, abuelos, es una oportunidad para
recoger el fruto de la siembra. Da alegría al alma ver a los hijos crecer y que
puedan formar su hogar. Es la oportunidad de ver, por un instante, que todo por
lo que se ha luchado valió la pena. Acompañar a los hijos, sostenerlos,
estimularlos para que puedan animarse a construir sus vidas, a formar sus
familias, es un gran desafío para los padres. A su vez, la alegría de los
jóvenes esposos. Todo un futuro que comienza. Y todo tiene «sabor» a casa
nueva, a esperanza. En las bodas, siempre se une el pasado que heredamos y el
futuro que nos espera. Hay memoria y esperanza. Siempre se abre la oportunidad
para agradecer todo lo que nos permitió llegar hasta el hoy con el mismo amor
que hemos recibido.
Y Jesús comienza su vida pública precisamente
en una boda. Se introduce en esa historia de siembras y cosechas, de sueños y
búsquedas, de esfuerzos y compromisos, de arduos trabajos que araron la tierra
para que esta dé su fruto. Jesús comienza su vida en el interior de una
familia, en el seno de un hogar. Y es precisamente en el seno de nuestros
hogares donde continuamente él se sigue introduciendo, él sigue siendo parte.
Le gusta meterse en la familia.
Es interesante observar cómo Jesús se
manifiesta también en las comidas, en las cenas. Comer con diferentes personas,
visitar diferentes casas fue un lugar privilegiado por Jesús para dar a conocer
el proyecto de Dios. Él va a la casa de sus amigos –Marta y María–, pero no es
selectivo, ¿eh?, no le importa si hay publicanos o pecadores, como Zaqueo. Va a
la casa de Zaqueo. No sólo él actuaba así, sino que cuando envió a sus
discípulos a anunciar la buena noticia del Reino de Dios, les dijo: «Quédense
en la casa que los reciba, coman y beban lo que ellos tengan» (Lc 10,7).
Bodas, visitas a los hogares, cenas, algo de «especial» tendrán estos momentos
en la vida de las personas para que Jesús elija manifestarse allí.
Recuerdo en mi diócesis anterior que muchas
familias me comentaban que el único momento que tenían para estar juntos era
normalmente en la cena, a la noche, cuando se volvía de trabajar, donde los más
chicos terminaban la tarea de la escuela. Era un momento especial de vida
familiar. Se comentaba el día, lo que cada uno había hecho, se ordenaba el
hogar, se acomodaba la ropa, se organizaban tareas fundamentales para los demás
días, los chicos se peleaban, pero era el momento. Son momentos en los que uno
llega también cansado y alguna que otra discusión, alguna que otra «pelea» entre
marido y mujer aparece, pero no hay que tenerles miedo… yo le tengo más miedo a
los matrimonios que me dicen que nunca, nunca, tuvieron una discusión. Raro, es
raro. Jesús elije estos momentos para mostrarnos el amor de Dios, Jesús elije
estos espacios para entrar en nuestras casas y ayudarnos a descubrir el
Espíritu vivo y actuando en nuestras casas y en nuestras cosas cotidianas. Es
en casa donde aprendemos la fraternidad, donde aprendemos la solidaridad, donde
aprendemos a no ser avasalladores. Es en casa donde aprendemos a recibir y a
agradecer la vida como una bendición y que cada uno necesita a los demás para
salir adelante. Es en casa donde experimentamos el perdón, y estamos invitados
continuamente a perdonar, a dejarnos transformar. Es curioso, en casa no hay
lugar para las «caretas», somos lo que somos y de una u otra manera estamos
invitados a buscar lo mejor para los demás.
Por eso la comunidad cristiana llama a las
familias con el nombre de iglesias domésticas, porque en el calor del hogar es
donde la fe empapa cada rincón, ilumina cada espacio, construye comunidad.
Porque en momentos así es como las personas iban aprendiendo a descubrir el
amor concreto y el amor operante de Dios.
En muchas culturas hoy en día van
despareciendo estos espacios, van desapareciendo estos momentos familiares,
poco a poco todo lleva a separarse, aislarse; escasean momentos en común, para
estar juntos, para estar en familia. Entonces no se sabe esperar, no se sabe
pedir permiso, no se sabe pedir perdón, no se sabe dar gracias, porque la casa
va quedando vacía, no de gente, sino vacía de relaciones, vacía de contactos
humanos, vacía de encuentros, entre padres, hijos, abuelos, nietos, hermanos.
Hace poco, una persona que trabaja conmigo me contaba que su esposa e hijos se
habían ido de vacaciones y él se había quedado solo porque le tocaba trabajar
esos días. El primer día, la casa estaba toda en silencio, «en paz», estaba
feliz, nada estaba desordenado. Al tercer día, cuando le pregunto cómo estaba,
me dice: quiero que vengan ya de vuelta todos. Sentía que no podía vivir sin su
esposa y sus hijos. Y eso es lindo. Eso es lindo.
Sin familia, sin el calor del hogar, la vida
se vuelve vacía, comienzan a faltar las redes que nos sostienen en la
adversidad, las redes que nos alimentan en la cotidianidad y motivan la lucha
para la prosperidad. La familia nos salva de dos fenómenos actuales, dos cosas
que suceden hoy día: la fragmentación, es decir, la división, y la
masificación. En ambos casos, las personas se transforman en individuos
aislados fáciles de manipular, de gobernar. Y entonces encontramos en el mundo
sociedades divididas, rotas, separadas o altamente masificadas, que son
consecuencia de la ruptura de los lazos familiares, cuando se pierden las
relaciones que nos constituyen como personas, que nos enseñan a ser personas. Y
bueno, uno se olvida de cómo se dice papá, mamá, hijo, hija, abuelo, abuela… se
van como olvidando esas relaciones que son el fundamento. Son el fundamento del
nombre que tenemos.
La familia es escuela de humanidad, escuela
que enseña a poner el corazón en las necesidades de los otros, a estar atento a
la vida de los demás. Cuando vivimos bien en familia, los egoísmos quedan
chiquitos –existen porque todos tenemos algo de egoísta–, pero cuando no se
vive una vida de familia se van engendrando esas personalidades que las podemos
llamar así: “yo, me, mi, conmigo, para mí”, totalmente centradas en sí mismos,
que no saben de solidaridad, de fraternidad, de trabajo en común, de amor, de
discusión entre hermanos. No saben. A pesar de tantas dificultades como las que
aquejan hoy a nuestras familias en el mundo, no nos olvidemos de algo, por
favor: las familias no son un problema, son principalmente una oportunidad. Una
oportunidad que tenemos que cuidar, proteger y acompañar. Es una manera de
decir que son una bendición. Cuando vos empezás a vivir la familia como un
problema, te estancás, no caminás, porque estás muy centrado en vos mismo.
Se discute mucho hoy sobre el futuro, sobre
qué mundo queremos dejarle a nuestros hijos, qué sociedad queremos para ellos.
Creo que una de las posibles respuestas se encuentra en mirarlos a ustedes
–esta familia que habló–, a cada uno de ustedes: dejemos un mundo con familias.
Es la mejor herencia. Dejemos un mundo con familias. Es cierto que no existe la
familia perfecta, no existen esposos perfectos, padres perfectos ni hijos
perfectos, y si no se enoja –yo diría–, suegra perfecta. No existen. No
existen, pero eso no impide que no sean la respuesta para el mañana. Dios nos
estimula al amor y el amor siempre se compromete con las personas que ama. El
amor siempre se compromete con las personas que ama. Por eso, cuidemos a
nuestras familias, verdaderas escuelas del mañana. Cuidemos a nuestras
familias, verdaderos espacios de libertad. Cuidemos a nuestras familias,
verdaderos centros de humanidad. Y aquí me viene una imagen: cuando, en las
Audiencias de los miércoles, paso a saludar a la gente, y tantas, tantas
mujeres me muestran la panza y me dicen Padre: “¿Me lo bendice?”. Yo les voy a
proponer algo a todas aquellas mujeres que están “embarazadas de esperanza”,
porque un hijo es una esperanza: que en este momento se toquen la panza. Si hay
alguna acá, que lo haga acá. O las que están escuchando por radio o
televisión. Y yo a cada una de ellas, a cada chico o chica que está ahí adentro
esperando, le doy la bendición. Así que cada una se toca la panza y yo le doy
la bendición, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Y deseo
que venga sanito, que crezca bien, que lo pueda criar lindo. Acaricien al hijo
que están esperando.
No quiero terminar sin hacer mención a la
Eucaristía. Se habrán dado cuenta que Jesús quiere utilizar como espacio de su
memorial una cena. Elige como espacio de su presencia entre nosotros un momento
concreto en la vida familiar. Un momento vivido y entendible por todos, la
cena.
Y la Eucaristía es la cena de la familia de
Jesús, que a lo largo y ancho de la tierra se reúne para escuchar su Palabra y
alimentarse con su Cuerpo. Jesús es el Pan de Vida de nuestras familias, él
quiere estar siempre presente alimentándonos con su amor, sosteniéndonos con su
fe, ayudándonos a caminar con su esperanza, para que en todas las
circunstancias podamos experimentar que él es el verdadero Pan del cielo.
En unos días participaré junto a las familias
del mundo en el Encuentro Mundial de las Familias y en menos de un mes en el
Sínodo de los Obispos, que tiene como tema la Familia. Los invito a rezar. Les
pido, por favor, que recen por estas dos instancias, para que sepamos entre
todos ayudarnos a cuidar la familia, para que sepamos seguir descubriendo al
Emmanuel, es decir, al Dios que vive en medio de su Pueblo haciendo de cada
familia, y de todas las familias, su hogar. Cuento con la oración de ustedes.
Gracias.
Saludo final del Papa desde la terraza
(Los saludo. Les agradezco… la acogida… la
calidez… gracias) Los cubanos realmente son amables, bondadosos y hacen sentir
a uno como en casa. Muchas gracias. Y quiero decir una palabra de esperanza.
Una palabra de esperanza que quizás nos haga girar la cabeza hacia atrás y
hacia adelante. Mirando hacia atrás, memoria. Memoria de aquellos que nos
fueron trayendo a la vida y, en especial, memoria a los abuelos. Un gran saludo
a los abuelos. No descuidemos a los abuelos. Los abuelos son nuestra memoria
viva. Y mirando hacia adelante, los niños y los jóvenes, que son la fuerza de
un pueblo. Un pueblo que cuida a sus abuelos y que cuida a sus chicos y a sus
jóvenes, tiene el triunfo asegurado. Que Dios los bendiga y permítanme que les
dé la bendición, pero con una condición. Van a tener que pagar algo. Les pido
que recen por mí. Esa es la condición. Los bendiga Dios Todopoderoso, el Padre
y el Hijo y el Espíritu Santo. Adiós y gracias.
Viaje Apostólico del Santo Padre Francisco a
Cuba, Estados Unidos y visita a la Sede de la ONU.